17 de abril de 2011

El Sanalotodo.

No voy a contar un cuento porque soy muy malo para inventar;
pero relataré una anécdota que puede dar alguna ilustración de  lo que una buena acción acarrea.

Yo era muy niño, pobre como el que más,
aunque de corazón tierno y abierto como los cafetales de mi tierra, y tan sincero como puede serlo la inocencia pura, sencilla, inmaculada.

Solía llevar a hurtadillas a mi vecino, un anciano demacrado y enclenque, de vez en cuando un panecillo, un dulce, un vaso de guarapo.
Nada sobraba en mi casa, digo casa por eufemismo,
no era más que un rancho de paja parado sobre cuatro horcones.

Pero vamos al grano. Cuando el anciano sintió acercarse la dientipelada aprovechó para alargar conmigo la acostumbrada charla y entrar por los caminos de lo incomprensible, por el sendero de lo infinito, por las huellas del destino, por la vera de la imaginación, de la fortuna,
de la indescifrable ciencia de lo oculto, de lo esotérico,
de lo que jamás se cuenta.

Dijo que tenía por mí un agradecimiento eterno, un reconocimiento  perpetuo por esas cosas pequeñas, tan pequeñas que casi no se ven, no obstante penetren en el alma haciendo timbrar las cuerdas más ocultas, los arpegios del espíritu, el ánima del corazón. Hablaba con un lenguaje claro, rápido, fino y desconocido para mí, infante de ocho años relacionado solamente con el hado campesino, con el cantar del viento, con la mirada brillante de las nubes, con los consejos de las lechuzas y el susurrar de la sabiduría de los cocuyos.
Su voz era un canto, una fuente misteriosa brotando conocimientos a diestra y siniestra, una dulzaina cantarina en la soledad de la pobreza inmensa y la abundancia de generosidad.

Por eso acepté su regalo sin remilgos. Metió la mano al bolsillo y encocándola como si contuviera un regalo precioso, concreto, íntimo y secreto me dijo: guárdelo siempre en el bolsillo, y haciendo el ademán de introducirlo en mi pantalón me miró con esa complicidad que se acostumbra en las ocasiones solemnes, importantes, trascendentales.

Traté de olvidar el incidente durante muchos años. Eso fue así.
Pero una vez, sin pensarlo, sin programarlo, sin sistematizarlo, afloró como sale el sol en las mañanas primaverales, con esa espontaneidad de las cosas simples, de las cosas que dejan huella.

Sucedió por pura casualidad. Un hombre fue mordido por una iguana y al reaccionar solamente vio una serpiente. Empezó a hinchársele todo el cuerpo, su respiración se hizo dificultosa, se le aceleró el ritmo cardiaco y entró en una somnolencia grave, persistente, tenaz.
Ahí fue cuando recordé el remedio del amigo de infancia con sus palabras claras, tintineantes, sinceras:
"Solamente utilícelo en casos extremos, en peligro de muerte o en necesidad imperiosa"

Saque de mi bolsillo mi mano en la misma forma en que él lo hiciera tantos años atrás. Mentalmente me apoderé del sanalotodo, froté su frente con mi mano y le susurré: "ya estás curado, en media hora estarás bien". Su respiración se normalizó en pocos minutos, disminuyó el traqueteo de su corazón y se fue deshinchando tan rápidamente, que en treinta minutos estuvo tan bien como en sus mejores tiempos.

Después he realizado otras curaciones:
Un estudiante convencido de que sus profesores le cargaban bronca fue tratado por mí con el sanalotodo y en menos de dos meses llevaba las mejores notas de la clase; una mujer casada que creía ser engañada recibió el masaje misterioso de mi "cosa"; de ahí en adelante fue feliz.

No necesito contarles que para mí con sólo amagar sacar ese embrujo potente e increíble de mi bolsillo cambian las cosas para solaz propio y se juntan a mi alrededor los crédulos y los incrédulos tratando de ensayar la pócima misteriosa y eterna del sanalotodo, que será el reemplazo del amigo que se fue en mi niñez y que aparece en los momentos más aciagos para redención y gracia de este pobre que aún sigue siendo niño hasta la muerte.

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