Sucedió en una provincia desconocida donde cada año se come cerdo asado al horno y donde se coronan mil reinas de todo tipo, atendiendo a las cosechas, los animales, los lugares, los alimentos, etc. Durante cuatro años consecutivos el mismo jurado premió al mismo escritor en el único evento literario comarcano, frente a doscientos cincuenta escritores, si se les puede decir, quienes se atrevieron heróicamente a confrontarlo conociendo desde luego los resultados. Eran doscientos cincuenta aparecidos, pues a diferencia del tetraconsagrado en la aldea, estos escritorcillos solamente habían ganado concursos de prosa y verso en lugares sin importancia como España, México, Estados Unidos, Inglaterra y Francia.
Puesto que los más de dos centenas se negaron a enfrentarlo nuevamente conociendo su avasalladora personalidad, el jurado, con una sapiencia digna del rey Salomón, sentenció que el tetra era un auténtico genio y que por tanto no debía participar en el máximo evento de la aldea. Así lo hizo saber en el acta de premiación, donde se lee: “Incipientes escritores enviaron sus producciones a este certamen pretendiendo confundir al jurado con su retórica trasnochada abusando cada quien de su autoestima. Por unanimidad se ha determinado que él y solo él es digno de merecer elogios por su perfecto manejo del idioma y la preciosa conducción de sus relaciones sociales. No se piense que por ser nuestro amigo este dechado de virtudes literarias, a un punto de tocar el cielo, el jurado ha recibido influencia para tomar la decisión a la cual tan juiciosamente se llegó”. La aldea nunca se dio cuenta del acontecimiento por estar embutida en los ajetreos de la danza y el canto, la bebida y la comilona, la especulación, el robo y la estafa.
Después de Leonardo DaVinci, nunca se conoció otro igual, ni ojos admiraron tanta belleza literaria como la presentada por el nunca bien loado y aplaudido genio de las letras del cerdo asado y las reinas coronadas.