30 de abril de 2011

¿Qué es Cunday?

Es un recodo de Scherazada,

Una leyenda atávica de las mejores colecciones,

Un campo abierto al mundo y la bonanza,

Recuerdo de recuerdos,

Nostalgia de nostalgias,

Remedio para el alma,

Jugar de pirinolas,

De trompos y cometas,

Es la mamá chucha y las bolas de cristal,

Silencio de una noche,

Senectud de alelíes,

Alborozo infantil.

¿Qué más se pide?

En cada piedra,

En todo árbol

Y en las nubes,

La torre de la iglesia y sus campanas,

En todas las tardes y en todas las mañanas,

Siempre, constante, siempre,

La paz que no se compra,

El amor que no se vende,

La alegría que no se alquila,

Los sueños infantiles

Y los adultos sueños,

Siempre con ellos y con otros

Sigue Cunday siendo el primero

De todos los valores agregados,

Los valores humanos,

Los anhelos,

Siempre infinitos y por siempre nuestros;

Imagen de un paisaje insospechado,

El tiempo que no pasa,

Las horas que no corren,

Los años siempre quietos,

Las dulces melodías.

¿Quién sospechar podría,

De otro regazo igual para su fosa?

23 de abril de 2011

A la palabra...

Hoy rendimos culto a la palabra nuestra porque ella es el capullo de nuestra civilización. Sin ella, la vida sería como un jardín sin flores.

La palabra es una diosa a quien se debe conservar en el más precioso de los altares, allí donde no la contamine la más leve brisa de la polución idiomática, pues de todas las cosas importantes y dignas del género humano ella resalta fulgente ante el mundo como el emblema vigoroso, ágil y más representativo de la especie homo sapiens.

Con ella se condena o se salva, se distingue o se envilece, se apoya o se traiciona, se manipula o se aconseja, se entristece o se alegra, se justiprecia o se denigra. Alabado sea el hombre porque fue distinguido con ella, la más alta de todas las condecoraciones.

Con su aliento amamos u odiamos, discutimos o pacificamos, vamos hasta el fondo de los abismos o nos levantamos victoriosos con el halo inmenso de su histórica misión. La vapuleamos a diario con bromas, chistes o chascarrillos, pero reconocemos su gloria en las páginas inmortales de aquellos cuya trayectoria hizo arte combinando primorosamente ese sinfín de posibilidades hasta llegar por medio de la imaginación al cielo infinito de su concepción deífica.

Para todo acto humano su origen es la palabra y termina el drama, la comedia o la tragicomedia cotidiana con su intervención plurivalente como los diversos senderos de la vida que se proyectan hasta el más allá de nuestra limitada acción cerebral. La palabra seguirá enarbolándose cual bandera erguida ante los vientos de la incomprensión o la maledicencia pues su colorido indefinible y puro la convierten en alma invencible ante los siglos para proyectarse a la posteridad.

De poco valiera el pensamiento si no se pudiera expresar con la palabra. Eso es lo que la hace divina, seductora, hermosa, necesaria y sabia para los habitantes del planeta tierra. Ella es la sal que a todo da sabor, es el condimento que a cada quien hace responsable o delincuente, sabio o zafio, perseguido o perseguidor, retraído o extrovertido.

Ella marca las diferentes facetas del hombre al paso por su existencia de niño, de joven, o de maduro. Es ella el pilar de la cultura y es ella quien marca la gracia o la desgracia de los individuos porque su uso es como el manejo de una espada de doble filo que en cualquier descuido hiere a su dueño o lo convierte en vencedor ante su adversario. Ella va con nosotros desde el principio al fin sin abandonarnos jamás.

Camina con nosotros cual la sombra y nos hace cultos o procaces, inermes o fantasiosos, atrevidos o pusilánimes, aventureros o sedentarios. Viajará con nosotros desde la cuna hasta la tumba y cantará los nanas y arrorrós, pero también pronunciará en su justicia infinita las preces de los amigos y los familiares en el momento final, en la lúgubre despedida.

Ella continuará sonando cuando los últimos puñados de tierra caigan sobre el sarcófago frio y la campana señale que ya es hora de dejarle porque la noche se aproxima y otros, acaso más afortunados, vengan a recoger los frutos de su herencia que no son más que el ejemplo dejado con la acción y la palabra.

21 de abril de 2011

La Guaca

Desde pequeño la vi. Era una llamita azul, igual a la que emiten las estufas de gas.
Al anochecer, mirando desde el camino real la contemplaba plenamente.
Yo gozaba viéndola, a veces me extasiaba durante un buen rato antes de seguir al pueblo a comprar las velas o el petróleo para la mechera.

El tiempo fue pasando pero la guaca no dejaba de alumbrar. Sólo para mí. Eso es cierto. A veces preguntaba a mis hermanos si ellos se habían dado cuenta de ella, pero no. Nunca tuvieron esa dicha. Yo era feliz con mi guaca, mejor dicho, con la luz de mi guaca. Se alzaba 20 centímetros del suelo y ardía y ardía sin cesar.
Si, el tiempo fue pasando. Cuando fui escolar la veía, igual sucedía en bachillerato y cuando estuve en la universidad y después en mis vacaciones de profesional, la veía y me emocionaba, duraba ratos muy largos observándola arder como una llamita prendida a mi corazón más nunca sentí ambición, querer enriquecerme con ella, nunca lo pensé. Para mí era mi amiga que alumbraba el camino de mis ilusiones y clarificaba mi existencia ¿para qué sacarla si ahí se sentía bien?. ¿Para qué venderla si los amigos no se venden?. Ella me acompañaba siempre donde quiera que estuviera. El sólo recuerdo me producía enorme satisfacción. Todavía hoy, a mis ochenta años la veo alumbrar, pero nadie más lo puede hacer. ¿Soy privilegiado?. Yo creo que sí. Algún día cometí el sacrilegio de querer ayudar a alguien, a Germán, pobre y enfermizo por el hambre. El conocía mi historia y me pidió compartirla. Yo prometí apoyarlo bajo la condición de que nunca se dejara llevar por la avaricia, serpiente inicua que se enrolla en el alma y la asfixia y estrangula. Lo llevé al sitio un jueves santo haciéndole jurar previamente no llenarse de envidia, ni de odio, ni de lujuria, ni de ambición. Así entregué mi secreto. Yo no quise ver el asesinato porque aquello para mí era un crimen. Matar a mi amiga infantil, adolescente y madura, mi amiga de toda la vida. Dos meses después conocí la realidad de su destino. La diabetes invadía su cuerpo y la próstata con su dolor agudo no lo dejaba en paz, volví al sitio de mi guaca. Todo continuaba igual. Nada había sido removido y ella me volvió a alumbrar alegre, esplendorosa, esperanzadora y firme, y yo le prometí nunca más causar dolor a nadie para que ella se mantuviera brillante, pura y limpia por los siglos de los siglos.

17 de abril de 2011

Ser o no ser

Sólo somos partículas del tiempo;
Ni sabemos si somos o no somos;
La infinita verdad es la del cosmos,
Pero el cosmos tan sólo es un momento.

El más grande volcán y su aspereza,
Su tremendo tronar en las alturas
Es un juego infantil de la natura,
Una chispa, señal de la grandeza.

Si somos o no somos, qué bobada;
Gastar el tiempo miserablemente.
¿O somos tiempo, reloj o campanada?.

El arcano profundo no se advierte
Porque el hacha que arredra la manada 
Se ha sumido en las fauces de la mente.

El Sanalotodo.

No voy a contar un cuento porque soy muy malo para inventar;
pero relataré una anécdota que puede dar alguna ilustración de  lo que una buena acción acarrea.

Yo era muy niño, pobre como el que más,
aunque de corazón tierno y abierto como los cafetales de mi tierra, y tan sincero como puede serlo la inocencia pura, sencilla, inmaculada.

Solía llevar a hurtadillas a mi vecino, un anciano demacrado y enclenque, de vez en cuando un panecillo, un dulce, un vaso de guarapo.
Nada sobraba en mi casa, digo casa por eufemismo,
no era más que un rancho de paja parado sobre cuatro horcones.

Pero vamos al grano. Cuando el anciano sintió acercarse la dientipelada aprovechó para alargar conmigo la acostumbrada charla y entrar por los caminos de lo incomprensible, por el sendero de lo infinito, por las huellas del destino, por la vera de la imaginación, de la fortuna,
de la indescifrable ciencia de lo oculto, de lo esotérico,
de lo que jamás se cuenta.

Dijo que tenía por mí un agradecimiento eterno, un reconocimiento  perpetuo por esas cosas pequeñas, tan pequeñas que casi no se ven, no obstante penetren en el alma haciendo timbrar las cuerdas más ocultas, los arpegios del espíritu, el ánima del corazón. Hablaba con un lenguaje claro, rápido, fino y desconocido para mí, infante de ocho años relacionado solamente con el hado campesino, con el cantar del viento, con la mirada brillante de las nubes, con los consejos de las lechuzas y el susurrar de la sabiduría de los cocuyos.
Su voz era un canto, una fuente misteriosa brotando conocimientos a diestra y siniestra, una dulzaina cantarina en la soledad de la pobreza inmensa y la abundancia de generosidad.

Por eso acepté su regalo sin remilgos. Metió la mano al bolsillo y encocándola como si contuviera un regalo precioso, concreto, íntimo y secreto me dijo: guárdelo siempre en el bolsillo, y haciendo el ademán de introducirlo en mi pantalón me miró con esa complicidad que se acostumbra en las ocasiones solemnes, importantes, trascendentales.

Traté de olvidar el incidente durante muchos años. Eso fue así.
Pero una vez, sin pensarlo, sin programarlo, sin sistematizarlo, afloró como sale el sol en las mañanas primaverales, con esa espontaneidad de las cosas simples, de las cosas que dejan huella.

Sucedió por pura casualidad. Un hombre fue mordido por una iguana y al reaccionar solamente vio una serpiente. Empezó a hinchársele todo el cuerpo, su respiración se hizo dificultosa, se le aceleró el ritmo cardiaco y entró en una somnolencia grave, persistente, tenaz.
Ahí fue cuando recordé el remedio del amigo de infancia con sus palabras claras, tintineantes, sinceras:
"Solamente utilícelo en casos extremos, en peligro de muerte o en necesidad imperiosa"

Saque de mi bolsillo mi mano en la misma forma en que él lo hiciera tantos años atrás. Mentalmente me apoderé del sanalotodo, froté su frente con mi mano y le susurré: "ya estás curado, en media hora estarás bien". Su respiración se normalizó en pocos minutos, disminuyó el traqueteo de su corazón y se fue deshinchando tan rápidamente, que en treinta minutos estuvo tan bien como en sus mejores tiempos.

Después he realizado otras curaciones:
Un estudiante convencido de que sus profesores le cargaban bronca fue tratado por mí con el sanalotodo y en menos de dos meses llevaba las mejores notas de la clase; una mujer casada que creía ser engañada recibió el masaje misterioso de mi "cosa"; de ahí en adelante fue feliz.

No necesito contarles que para mí con sólo amagar sacar ese embrujo potente e increíble de mi bolsillo cambian las cosas para solaz propio y se juntan a mi alrededor los crédulos y los incrédulos tratando de ensayar la pócima misteriosa y eterna del sanalotodo, que será el reemplazo del amigo que se fue en mi niñez y que aparece en los momentos más aciagos para redención y gracia de este pobre que aún sigue siendo niño hasta la muerte.